UNA CARTA, CASI UNA AUTOBIOGRAFÍA, DE JOSÉ MARÍA BEÁ

Castelldefels, Agosto de 1997.

Querido amigo Carlos:
Quería escribir a alguien y tú eres la única persona a la que me puedo dirigir. Qué cosa, ¿eh?
He rebobinado la película de mi vida como cuando pulsas la tecla REW del vídeo, y ¡zas!, resulta que no tengo a nadie a quien es-cribir: Unos porque se han ido al otro mundo ( entre ellos: Perich, Ivá, Gin, Toutain y Nieto), otros porque no sé donde han ido a parar, otros se han he-cho insoportablemente famosos, otros se han perdido por extraños vericuetos y nuestras líneas de pensamiento han tomado rumbos divergentes, como mi amigo A., que fue quien a los diecinueve años me descubrió el "Manifiesto Comunista" y me dijo que « un brillante es la cristalización de la sangre de un obrero» ; ahora es ríquísimo, nada en oro, puede que tenga algún negocio relacionado con la joyería, no lo sé, lo cierto es que se ha vuelto insoportable con el ruido de sus Rolex, Duponts, Cartiers, y demás quincalla de oro perfumada con Van Cleef and Arpels. Sigo. Otros están rarillos, taciturnos, resenti-dos, amargados por culpa de las hipotecas —yo tampoco me libro de este nuevo jinete del Apocalipsis— y los recibos del Corte Inglés y han perdido el sentido del surrealismo. Muchos no tienen tiempo de leer cartas y están enganchados a mierdas como el Prozac, el Anafranil o el Nardelzine (este último psicofármaco no es tan mierda, es un inibhi-dor de la mono-amino-oxidasa que hace que las cosas sean como ten-drían que ser, ¿entiendes?, es algo muy fino, pero no exento de riesgos, puede pro-vocar una crisis hipertensiva y te manda al otro barrio sin avisarte). Docenas de viejos amigos van como zombies por el asfalto con el móvil pegado a la oreja y creando slogans para Basat & Ovilgy, Young Rubicam, Walter Thompson o cualquier casa de esas tan modernas. Algunos se han vuelto gilipollas con cosas esotéricas y leen libros como "Las nueve revelaciones". Unos cuantos están en fase terminal yonquisida por culpa del caballo de los cojones. Tres, deliran en psiquiátricos « ¡La Lus!¡He visto la Lus!», tú ya sabes. Luego hay niñas y niños que leen mis novelas y algunos me escriben en los siguientes términos: « Soy Pepito, quisiera hacerle una pregunta: ¿Cómo se escribe una novela?» Les respondo con una jodida carta de diez páginas y recibo la suya que dice: « ¿Cómo se dibuja un cómic?» . Aún tengo la paciencia de responderles, pero en su póxima carta insi-ten: « ¿Cómo se escribe un guión de cine? Estos niños y niñas se puede ir uno por uno a tomar por culo con una caña verde y en fila india. Egoistas del co-pón. Hostia tú.
Sólo me queda Pedro Serra, con el que me escribo con cierta regularidad. Cuando recibe una carta mía me llama por teléfono, riiiiinnnng, y exclama : ¡Tío que bien me lo he pasado con tu carta!, dice, ¡pero el maricón no me escribe! y le digo: ¡Escríbeme maricón!, pero el maricón no lo hace; se lo guarda todo dentro y dice que no tiene argumentos (excusas, viles excusas). Es un amigo cojonudo pero no le gusta cartearse. Es un ente telefónico; por teléfono es excepcio-nal, te puedes partir de risa con él.
Así que la carta te ha tocado a ti. Lo siento.
El otro día fui a casa de mi madre (tiene noventa años y fun-ciona perfectamente. Es pequeña, delgada, ordenada, elegante, pero sobre todo, es lista de cuidado. Vive sola en su casa y se lo pasa en grande escribiendo cosas en pequeñas libretas) y en un armario en-contré un paquete de cartas, unas trescientas, atadas con una cuerda al estilo película de Losey. Era correspondencia que yo había recibido durante los años 1965-66-67-68 —fueron años muy ricos epistolar-mente hablando—, me la llevé a mi casa y pasé un día releyendo todo aquello. ¡Que fuerte!, ¡ habían pasado más de treinta años! La mayo-ría de cartas estaban llenas de estupideces y lo que prevalecía en to-das ellas era un pueril sentimiento de narcisismo y frustración propio de los diecinueve años. Pero tambien había algo que me puso los pelos de punta: la presencia de una fuerza arrasadora. La fuerza que su-pone tener toda la vida por delante y el convencimiento de que vas a poder hacer con ella lo que te dé la gana. Sí, sí. El convencimiento de que has nacido irremediablemente para triunfar. Allí había una mezcla de sentimientos surgidos a la sombra de los Beatles, Los Rolling, James Dean, Morrison, Marlon Brando, el mayo del 68, Dylan Thomas, Carnaby street, los Hippyes, el California dream, Rimbaud, Henry Miller, Francis Bacon, Pink Floyd, La naranja mecánica, 2.001, Joyce, Huxley, Freud, la maría, los tripis, Burroughs, etc. En fin, un coctel tan explosivo que me salpicó desde la lejanía ¡ Ruuumbleee!, e hizo que sintiera un nudo en la garganta al revivir todo aquello. ¡Glubs! cuanta nostalgia joder!
Pero, ¿y el resultado?. Joder con el resultado. No ha sido nada fácil. Los sueños no se han materializado en la medida que yo quería. Había mucha fantasía en todo aquello. Creo que ha pasado lo que que tenía que pasar, que debe ser lo que pasa en la mayoría de todas las vidas.
Mi padre me enseñó, sin pretenderlo, que el ser humano tiende a hacerse la picha un lío. Puede que la vida sea más sencilla de lo que llegamos a imaginar. Ahora, hasta he aprendido a aburrirme. Y no está nada mal.
Recuerdo que tenía diecinueve años cuando, un sábado de in-vierno, por la noche, estaba a punto de reunirme con unos amigos para ir de juerga y entonces vi a mi padre sentado en su sofá al lado de una estufa, leyendo el periódico y fumando un puro (no de marca). Me despedí de él y pensé: «Dios mío, como puede este hombre estarse en casa un sá-bado por la noche con el ambiente que hay allí fuera. Pobre padre, es un fracasado, está completamente acabado. Yo a su edad seré como David Niven. Los sábados iré al Casino Royal en compañía de bellas mujeres vestidas de lujo».
Ahora, treinta y pico de años después, los sábados hago como mi padre. Sabía lo que hacía el hombre. ¡¿Te imaginas tener que salir cada fin de semana con unas bellas mujeres vestidas de lujo para ir al Casino Royal?! Una cosa así es demencial. Es increíble que yo de-seara tal aberración. ¿Sabes la pasta que cuesta una cosa semejante? Yo no tengo ni zapatos adecuados para ir a un sitio así, mal-dita sea.
Me nace un recuerdo.
Debía tener unos diecisiete años. Presumía con todo dios de ser un admirador de los films de Igmar Bergman. Una tarde, decidí ir con un par de amigos —tan idiotas como yo— a ver por quinta vez "El Séptimo Sello". A la entrada del cine nos encontramos con mi padre que iba hacia casa. En aquel momento me hubiera gustado tener por padre a Don Gregorio Marañón para quedar bien ante mis intelectuales amigos. Uno de ellos lo saludó y se le ocurrió invitarlo:
—¿Por qué no se anima a entrar con nosotros al cine?
—Bueno. ¿Por qué no? —dijo despues de consultar el reloj.
Entramos a la sala. Era un programa doble. Primero proyecta-ban una italianada titulada: "Agárrame ese vampiro" interpretada por Renato Rascel; una especie de Fernando Esteso romano que nosotros detestábamos. Luego, la gran película de Bergman.
Tres horas después, ya en la calle, uno de mis amigos le pre-guntó a mi padre:
—¿Qué tal lo ha pasado señor Beá?
—Me ha encantado. Me ha parecido una película estupenda.
—Bergman sabe profundizar en el sentimiento humano —corroboró el más entendido de mis compañeros.
—Básicamente a nivel simbólico —añadió otro.
—Sí. Me he reído mucho —dijo mi padre—. Sobre todo cuando el vampiro cae por la ventana. Muy buena película. Sin embargo, la otra ha sido un verdadero rollo, he tenido que hacer esfuerzos para no dormirme. Hasta me duele la cabeza.
Se hizo un denso silencio. Noté como la sangre invadía mis mejillas. Se cruzaron miradas de complicidad. No tenía por padre a don Gregorio Marañón. Ni tan sólo tenía por padre a Alvaro de la Iglesia. Ni tan sólo tenía un padre normal. ¡Mi padre era un cazu-rro!¡Me había hecho quedar en ridículo ante la crema intelectual del barrio!
Estuve varios días sin hablarle. Él me dijo que ya había visto bastantes tristezas en la guerra y , cuando iba al cine, quería distra-erse.
Hace unos días volví a ver "El Séptimo Sello" ¡Vaya palo, tío!, ¡vaya palo! Me gustaría tener ahora a mi padre conmigo y poder de-cirle: «Vamos al cine papá, vamos a ver una de risa» .
Lo cierto es que en aquellos años me importaba mucho apa-rentar lo que no era. Sufría un complejo de inferioridad muy conside-rable. Una vez salí con una chica y para impresionarla inventé un cuento chino; le dije que ha-bía acabado la carrera de medicina. (¿Eres médico? ¡Oh! ¡Wuaaw! ¡Puede que algún día sea tuya doc!) Fuimos a bailar al Tropical de Castelldefels, le estaba contando a la tía como había resuelto una jodida operación cuando una voz dijo por los altavoces: « Si hay algún médico en la sala, se ruega que acuda urgentemente a re-cepción » La chica me miró con los ojos muy abiertos, se levantó e hizo aspavientos con las manos : « ¡Él es médico!» gritó señalándome y todo dios clavó su mirada en mí . Luego siguió: « ¡Vamos! ¿A qué estás esperando? ¡Vé allí! ¡Alguien te necesita! ¡Corre!» Te aseguro que fui médico hasta el último momento. Me levanté y dije con profesio-nalidad clínica: «Quédate aquí sentada, puede que se trate de algo desagradable» La chica se sintió tan importante como la esposa del doctor Kildare, le di un beso y me dirigí hacia la recepción del local. Allí había un tipo medio desmayado rodeado de gente muy preocupada. Yo pasé de largo, cogí el seiscien-tos y me largué de aquel lugar para siempre. Oí voces que gritaban: «¡Pero doctor! ¿A dónde va?» Nunca más volví al Tropical. Y nunca he podido borrar de mi alma un inmenso sentimiento de pena al recordar aquella pobre chica allí sola, esperando ansiosa a que regresara su joven médico. ¿Imaginas qué concepto habrá tenido de mí aque-lla chica durante toda su vida? ¿Cuantas veces habrá contado a sus amistades la cabronada que le hizo aquel grandísimo hijo de puta? Qué mezquino fui, Dios mío.
En el sesenta y siete me fui a vivir a París y eso si que fue una putada para todas mis amistades. Provoqué tal conmoción en ellas —así queda reflejado en las cartas— que todo dios quiso largarse de su casa. ¡A ver mundo! ¡ A vivir la vida! La gente me escribía y todos decían lo mismo: «No puedo más José MĒ, ¡me muero en esta jodida ciudad! ¡Help! Esto de vivir con mis padres es insoportable, he de largarme de casa. Tú si que has tenido cojones. Voy a venir contigo. Mañana mismo lo planto todo y me largo a París para siempre, y de allí a Londres y luego a New York. » De todos mis amigos, sólo uno vino a vivir con-migo.
Lo de París fue la rehostia. Lamento que no lo hayamos compartido.
Te aseguro que lo de París, con venticuatro años, fue la rehostia. Me dan extrasístoles con tan sólo recordar aquellos días. Acabé por las calles con una melena por los hombros, vestido con un uniforme del ejército republicano de los U.S.A. —lo siento, lo puso de moda gente como Hendrix y los Who— y retratando turistas en la Plaza del Tertre. Yo era un ESPECTRO, el fantasma más feliz del universo. Tuve que regresar a casa porque mis padres me necesitaban. Fue una lástima. Creo que aquella época ha sido la más creativa de mi vida, incluso sin poder demostrarlo. En ninguna otra ocasión me he sentido tan YO como en el 67, 68. Fue como si me hubiera metido en la piel de otro tipo, de un personaje muy curioso que se movía por ámbitos muy cu-riosos sin temerle a nada. Al volver todo acabó. Me cayó aquella piel y volví a ser el que me habían enseñado a ser. La jodida rutina invadió mi vida y nunca más he tenido aquella inusitada fuerza. Luego vino el cómic y mil cosas más pero creo que cometí un grave error regresando: durante un tiempo estuve en LA RUTA, ¿vale?
Desde entonces tengo un sueño recurrente: me veo a mí mismo de espaldas —como un cuadro de Magritte— entrando en una desvencijada mansión victoriana. Cruzo el umbral de la puerta. Oscuridad. Busco en la pared un interruptor de la luz, lo presiono pero algo falla, todo sigue sumido en penumbras. Intento salir de aquel lugar y me resulta imposible. Me pierdo en un laberinto de tinieblas donde ningún interruptor funciona. Crece la angustia hasta que despierto.
Creo que ya te he dado bastante la paliza. Seguiré otro día si no tienes inconveniente.
Cuéntame algo.
Un fuerte beso de tu amigo que te quiere.

José María