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Obra de carácter autobiográfico considerada por la mayoría de los críticos
como la más importante de las de Giménez. Realizada en dos etapas,
la primera de ellas, a finales de los años setenta y primeros ochenta,
se compone de 28 episodios y un total de 90 páginas recogidas en
dos álbumes: Paracuellos
Paracuellos 2
La segunda etapa, iniciada en 1997 y finalizada en 2003, consta
de 26 episodios que suman 192 páginas distribuidas en 4 álbumes:
Paracuellos 3
Paracuellos 4
Paracuellos 5
Paracuellos 6
Primera publicación: 1977. Ediciones Amaika
Álbumes disponibles en:
Ediciones Glénat
www.edicionesglenat.es
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Artículos:
LA OBRA NACIONAL DE AUXILIO SOCIAL
Por Antonio Martín
PARACUELLOS. EL INFIERNO DE LA MEMORIA
Por Jesús Cuadrado
PARACUELLOS, LA HUELLA INFINITA
Por José María Beá
LA OBRA NACIONAL DE AUXILIO SOCIAL
Por Antonio Martín
Este
tenía que haber sido un escrito erudito, abarrotado de datos
históricos, redactado con cierta solemnidad no exenta de frialdad.
Al menos ése era mi propósito inicial cuando yo mismo
me ofrecí a Carlos Giménez y al editor para escribir
este prólogo.
Podía haber comenzado, por ejemplo, con la descripción
de cómo Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo,
crea en octubre de 1936, en Valladolid, con la ayuda de Martínez
Bedoya, el Auxilio de Invierno. De cómo éste era trasposición
literal del Winter-Hilfe nazi, del que tomó el nombre, la imagen
y el logotipo, así como buena parte de la filosofía
inicial. Podría seguir con la descripción de las cuestaciones
realizadas y del dinero recaudado y de lo que se hizo, más
o menos realmente, con este dinero, durante los tres años de
guerra civil. Años durante los cuales se falangistizó
el nombre, cambiando lo de Invierno por Social, para acabar en Obra
Nacional de Auxilio Social.
Podría sumar datos, barajar cifras y hacer un alarde de erudición.
Contrastar todo ello con la realidad de la España en guerra,
definir la «doctrina» de Auxilio Social según los
escritos de sus primeros regidores y, luego, pasar a comparar los
propósitos con las realidades de los años cuarenta y
cincuenta, cuando la obra se convierte en una burocracia venal. Es
decir, lugar de enchufe y patio de Monipodio en el que a costa de
niños y ancianos muchos jefecillos y mandos hacían su
agosto, mercachifleando con lo que aquellos habían de comer,
vestir y gastar en salud y techo. Podría y puedo escribir todo
esto, e incluso hacer un libro sobre ello. Pero no quiero hacerlo
ahora, no quiero ser frío y desapasionado. Creo que me equivoqué
cuando propuse escribir dicho prólogo documental, ya que no
es éste el lugar. Sobran cifras y datos aquí.
La pasión sólo puede alimentarse de sentimiento y éste
es un libro apasionado, en el que el autor, Carlos Giménez,
no ha vacilado ante la negrura, dolor y extrema dureza de los recuerdos,
y, aun sabiendo que éstos han sido agigantados por el paso
del tiempo, los ha convertido en materia de su trabajo, realizando
unas historietas que se nutren del fuego de la pasión, que
bordean el panfleto, porque, a pesar de los años, Giménez
no ha olvidado. ¿Cómo mostrarme yo, entonces, frío
y distante, ante algo que también me conmueve, ante algo que
forma parte de mi historia? Porque yo, como Giménez, no quiero
olvidar nuestra historia.
Aquello no puede olvidarse... ¿cómo olvidar una tragedia
colectiva que marca a todo un pueblo por generaciones? Eran los días
oscuros de la guerra, cuando el rayo descendía sobre la tierra
segando vidas. Eran los días en que el verano se hacía
noche y las noches lamento. Cuando a un lado y otro de la invisible
raya que partía en dos a España la muerte recogía,
ciega, los frutos del odio.
Era la guerra civil.
Guerra de ideas, guerra política, guerra social, guerra de
clases. Guerra, guerra, guerra. El Ejército alzado contra la
Nación, los ricos contra los pobres, los pequeños propietarios
contra el proletariado, las clases medias divididas y vueltas a dividir
en grupos y facciones, los monárquicos contra los republicanos,
y éstos, de buena y mala fe, divididos a su vez entre quienes
preferían la injusticia al desorden y quienes exigían
justicia con la fuerza de
generaciones enteras. Y por encima de todo, unos y otros gritando
«no es esto», «no es esto».
Fusilamientos en los arcenes de las carreteras, contra las tapias
de los cementerios, en corrales y cochiqueras, junto a los muros de
las fábricas, en la retaguardia y a veces en las trincheras^
de noche y a oscuras y de día y con público que asiste
al espectáculo. Todos, de un lado y del otro, muriendo al grito
de ¡Viva España! Y al final el tiro de gracia que levanta
la tapa de los sesos, la puntilla que remata al muerto.
Y como fruto de tanta muerte la orfandad de tanto niño. Así
y entonces nace el Auxilio de Invierno, en Valladolid, donde la crudeza
de la represión llevada a cabo por falangistas y ejército
había creado «un extraordinario número de huérfanos
recientes y pobres: los huérfanos de la muerte en retaguardia»,
y lo dice Dionisio Ridruejo, entonces jerarca falangista y siempre
hombre honrado. Y desde Valladolid este auxilio de urgencia se extiende
por toda la España franquista rapidísimamente, que en
toda ella los huérfanos eran numerosos...
A los que han de sumarse las víctimas todas de la guerra. Esa
guerra, cuya imagen la forman mil imágenes: puños y
manos en alto, estrellas rojas y estrellas de provisionales, camisas
azules y pañuelos rojinegros, hoces, martillos, cruces, detente
balas, banderas tricolores y banderas rojigualdas, canciones, medallas
milagrosas. Con la música, que crece y crece, de máuseres
y escopetas, pistolones de reglamento y pistolas de señorita,
bombas de mano, obuses, cañones, aviones, tanques y batallones
y regimientos en marcha, marcando un fondo monótono y reiterado
que tiene el ritmo de la muerte. Y de pronto, un gran
silencio. La guerra ha acabado.
Y el silencio se extendió sobre toda la piel de toro. Y de
entre las ruinas fueron surgiendo mujeres, niños, viejos,
hombres esqueléticos, piojosos, desnutridos, sucios, enfermos.
Un país arrasado, un país encarcelado, un país
aplastado. Los vencedores pasan su factura. Los vencidos callan y
pagan.
Con su vida y muchas veces con su muerte. Un país bajo la bota
militar.Empezaban los años cuarenta... los del recuerdo, los
de las canciones, las folklóricas, el pan y fútbol y
tantas realidades más convertidas en tópicos floridos.
Pero también son los años cuarenta de Albateras, Almendros,
San Javier, Portaceli, Burgo de Osma, San Marcos y tantos campos de
concentración más. Y los de Porlier, Yeserías,
Vallecas, San Antón, Alcalá, La Modelo, Ventas y tantas
y tantas cárceles más, donde se tortura, se apalea y
arrancan confesiones de la carne, desde donde se envía a los
tribunales y desde allí al destino final: muerte por garrote,
muerte por fusilamiento, muerte en vida por cadena perpetua...
Durante la guerra, el Caudillo Franco firmaba el enterado que confirmaba
las condenas a muerte a la hora del café, cuando hacía
la sobremesa con su familia y sus más íntimos colaboradores.
¿Cuándo, cómo y dónde los firmaba en los
años cuarenta?
No importa demasiado, como tampoco las cifras exactas, sobre las que
los historiadores no se ponen de acuerdo se ha escrito desde
la izquierda, citando anónimas fuentes del Ministerio de Justicia,
que entre 1939 y 1944 fueron ejecutadas o murieron en prisión
192.684 personas. Otros autores afirman desde la derecha que sólo
fueron 22.700 los ejecutados, cifras en todo caso insólitas
por revelar, por arriba o por abajo, las dimensiones que alcanzó
la venganza organizada a nivel* de Estado.
LJn país en silencio, aterrorizado, es un país seguro
para los vencedores.
Eran los años cuarenta y bandadas de chicos surgían
de las ruinas al sol alegre de la paz...
Les estaban esperando los hermanos, frailes, monjas, hermanas, sores
y curas de los Asilos, Casas de Mendicidad, Colonias y Talleres, los
jueces de los Tribunales Tutelares de Menores, los instructores del
Frente de Juventudes y las camaradas de la Sección Femenina,
enfermeras, celadoras y matronas de Auxilio Social, que recogían
su cosecha día a día para hacer de aquellos es-pañolitos,
aún contaminados por el virus del odio rojo, hombres de aquella
España en la que comenzaba a amanecer...
En 1941, Carlos Groocke, jefe de Informaciones e Investigaciones policía
de la Falange, según Max Gallo, de quien recojo la cita
declaraba a un testigo favorable, refiriéndose a los niños
acogidos en los Hogares de Auxilio Social: «Comprende usted...
estos niños no son responsables. Y representan la España
futura.
Queremos que lleguen a decir un día: sin duda la España
falangista fusiló a nuestros padres pero fue porque lo merecían.
En cambio ha rodeado nuestra infancia de cuidados y comodidades. Los
que, pese a todo, a los veinte años nos odien todavía,
serán los que no tengan valor alguno. Los desperdicios».
¿Se puede odiar veinte, treinta años después?
¿Se puede olvidar?
Cabe recordar aquí la cita ya clásica que nos dice cómo
los pueblos que olvidan su memoria están condenados a volver
a vivirla. Y cabe recordarla porque Carlos Giménez la tiene
asumida, la lleva en la masa de la sangre e informa su trabajo. Lo
prueba este álbum.
Resulta, a veces, difícil hablar de historietas cuando, como
ocurre en este caso, el material desborda medidas y modelos. Tanto
da. El hecho es que cualquier medio de expresión habría
igualmente transmitido la rabia, la frustración y la pequeña
tragedia pequeña por personal vivida por los niños
que poblaron los primeros Hogares de Auxilio Social, huérfanos
de «rojos» fusilados por los mismos que ahora les tendían
el pedazo de pan y el plato de cocido; rabia, frustración y
tragedia de los niños que en los años cuarenta fueron
a parar a dichos Hogares por tener a sus padres en las cárceles
franquistas o por pertenecer a familias de vencidos, que arrastraban
día a día su espantosa y colectiva miseria; como es
trágica la experiencia vital de los niños españoles
que en los años cincuenta debían ser «auxiliados»
porque su padre había muerto o porque faltaba el pan por estar
enferma la madre o porque el número de hermanos los condenaba
al hambre.
Rabia y frustración que alimentaron la tragedia de aquellos
niños, hoy hombres. Y que hacen que al volver sobre aquello
resurja la pasión como sentimiento dominante, por encima de
cualquier consideración o consejo de moderación.
Por otra parte, no puede dejarse de lado que el lenguaje propio de
Giménez es la historieta, elegido por él conscientemente
para revisar una etapa de su vida, recordándonos, al tiempo,
que la historia que vivió es parte de la historia colectiva
y por tanto patrimonio común a todos nosotros. Y este ejercicio
de memoria es básico frente a los que nos proponen el olvido.
Ocurre que durante los años del franquismo se intentó
ocultar, borrar, negar la historia previa, creando un enorme vacío
vital en el que nos movíamos los que entonces éramos
niños. Debido a ello tuvimos que aprender desde cero quiénes
éramos y dónde estábamos, comenzando por volver
a dar vida a lo que parecía, y el régimen quería,
muerto. Esta larga tarea por la recuperación de nuestras señas
de identidad se ha llevado gran parte de nuestro esfuerzo y tiempo
y explica muchos de nuestros errores.
Pero es que ahora, en cambio, se quiere dar al olvido nuestra historia
más reciente en nombre de una pretendida transición
pacífica, evolución sin ruptura, cambio sin trauma y
otras mandangas con las que se nos quiere camelar para que olvidemos
lo que no podemos olvidar: el miedo, el miedo con que hemos vivido
durante cuarenta anos y que nos ha penetrado en los huesos del alma
y que aún nos dura y mantiene el poder en manos de quienes
quieren ser nuestros señores.
Se trata, pues, de no olvidar lo que es parte viva, dolorosa-mentc
viva de nuestro propio e indeclinable pasado, ése que ha dado
forma a nuestro existir.
A ello, Carlos Giménez se niega, recordándonos con estas
historietas su memoria. A ello nos negamos.
Antonio Martín
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